La Tercera
'Plantasías' de mayo
Lo desconozco todo de la botánica. Estambres, corolas, polinio, pétalo, antera, raíces principales y secundarias, estigma: sois el eco de una olvidada clase del lejano Bachillerato
El coraje de la moderación
La trampa del fuero

En 'La inteligencia de las flores', hace recuento Maurice Maeterlinck de sus especies preferidas, cada una en su época del año, y añade: «Sin embargo, la hora magnífica pertenece a las rosas de mayo». Estos días todas las formas de vida vegetal, las rosas entre ellas, parecen como arrebatadas, más químicas y menos mudas que nunca. Las fuerzas cósmicas que custodian su secreto se exaltan. Se trata del color de las rosas de mayo y también del aroma cargado, amazónico, cuasi táctil, en la selva del Retiro y en la esquina del parque de las Salesas, en Madrid. Es también cosa de mayo el polen de los plataneros y de las plantas gramíneas.
La Comunidad de Madrid ya ha alertado sobre algún que otro pico de polen, que marcha a lomos del viento y entra por los barrios ciudadanos. Estas invasiones de polvo vegetal aéreo bien pueden compararse a los huracanes, que llegan hasta nosotros desde el interior del océano, o a los excesos que cometen, de tanto en tanto, los animales. La polinización irrita los ojos de algunos ciudadanos. Atormenta hasta la asfixia a los asmáticos. Así que entro en los parques de Madrid, mechones de elísea verdura entre coches y asfalto, con cierta prevención.
Lo desconozco todo de la botánica. Estambres, corolas, polinio, pétalo, antera, raíces principales y secundarias, estigma: sois el eco de una olvidada clase del lejano Bachillerato. Todo en las plantas asemeja, para mí, un alambicado ornamento sin estrategia… Ahora bien, tampoco soy totalmente ciego: sí capto la magnificencia de esas rosas superlativas del Retiro. El sol de primavera invoca una pujanza críptica: ¿adónde va toda esa fuerza natural de mayo?
Entendemos, en el Retiro o en las Salesas en primavera, una sentencia de Stendhal que concibe la belleza como una 'promesse du bonheur', promesa de felicidad. El esmeralda, el perfume y los ramos de colores diversos irradian una gloria elemental. Los parques son el principal rastro del ciclo astronómico en la ciudad. Gracias a ellos, a sus colores y estados, reconocemos las estaciones. Sólo en ellos puede uno apreciar estos días el callado esplendor en la hierba que resucita. Hoy en los parques hay cumbia; en el otoño caducifolio, hallaremos un vals triste y sentimental, cuya belleza no se sabe ya qué promete.
Antropólogos eminentes han explicado las fiestas paganas y cristianas de invierno como invocaciones a los démones de la vegetación, responsables del nuevo impulso de cada nueva cosecha. Los urbanitas alérgicos de mayo deben experimentar algo de esos démones telúricos, aunque sólo en su faceta negativa: las polinizaciones aéreas frustran la primaveral promesa de felicidad. ¿Cómo rayos se van a contemplar las rosas con unos ojos tan irritados?
Hace unos días, Álvaro Delgado-Gal recordaba en esta misma página el legado tremendo de Jean-Jacques Rousseau. ¿Se nos permitirá reivindicar a otro Rousseau? En su séptimo paseo de las 'Meditaciones del paseante solitario', el ginebrino defiende la botánica, y concretamente la recolección de plantas para montar herbarios, como una actividad estética y terapéutica. Entre los antiguos, elogia Rousseau a Teofrasto, primer sistematizador del reino vegetal. Se distancia de Dioscórides, que perseguía con tales conocimientos ulteriores usos medicinales. Rousseau defiende el estudio de las plantas por las plantas mismas. También, rechaza la manía clasificatoria. Herborizar implica admirar los hallazgos de la naturaleza como caprichos libres y desinteresados. Rousseau admira flores y árboles con ojos de pintor. Le reporta eso serenidad, casi modorra.
Otro de mis autores botánicos también resalta el poder del apaciguamiento, la inconsciencia. Thoreau y Fernández de Oviedo hablaron sobre las plantas del Nuevo Mundo y Alberto Magno, Bernardin de Saint-Pierre y los ya mencionados, sobre las del Viejo… pero no voy a citar a estas autoridades, sino a un biólogo-pintor romántico, Gustav Carus. En una de sus Cartas de pintura de paisaje advierte: «Los efluvios de las plantas superiores durante la floración tienen habitualmente algo embriagador, que induce en nosotros sueño […] induciendo la disolución total en la Naturaleza, esto es, la muerte; cómo, por eso mismo, los antiguos adornaban los infiernos del dios sueño con un sinfín de yerbas y amapolas somníferas».
La somnolencia sobre la que nos alerta Madrid, la tranquilidad de espíritu que añora Rousseau y el sueño profundo al que alude Carus nos refieren todo un reino marcado por el signo de lo onírico. Si, en la ciudad, por debajo del idioma humano, los ladridos de los perros vienen a ser como el símbolo del deseo, de nuestro instinto, por debajo del animal, tenemos a las plantas. Ellas simbolizan el sueño de la ciudad. Así como, en nuestra conciencia, legislamos sobre el deseo-instinto (imponiéndonos por medio de la razón), el sueño, como tal, es ajeno a las correas éticas. Como la digestión, como el crecimiento de las uñas o la cicatrización, el sueño discurre por nosotros como el agua por el lecho de un río. Esta dimensión vegetativa, sonámbula más que sintiente, la encontramos, como proyectada, en el mundo de los parques en forma de coma de primavera sin inducir.
Y luego está el amor. El amor entre plantas mullidas. ¿No mencionaremos a los enamorados secreteando sus ternezas y haciéndose arrumacos en los parques lujuriantes de Madrid? A propósito de la reina Ginebra, en 'La muerte de Arturo', Malory considera: «Así como las yerbas y árboles fructifican y florecen en mayo, de la misma guisa, cada corazón lozano que es de alguna manera amante, retoña y florece en las obras lozanas […] y vuelven los amantes a recordar otra vez viejas dulzuras y viejos servicios…».
Huyendo del polen, soñoliento, abandono los parques de la capital. Marcho, tosiendo, a mi tierra nativa, a Guecho, cerca de Bilbao. Pues bien, el año pasado, en Guecho, hubo una crisis vegetal monstruosa. Se libró una gigantomaquia de plantas contra humanos. Una suerte de combate plantástico. A resultas de una huelga de jardineros, mi parque de la infancia, san Ignacio de Algorta, en la mencionada localidad, asemejaba el pasado año un bosque primigenio e insumiso, a pesar de su aparente quietud (en griego, 'estásis' significaba en física detenimiento, pero en política 'rebelión'). Y recuerdo que se escuchaba entre aquellos matorrales asilvestrados, cómo no, el zumbido de los insectos. ¿Cómo no hemos hablado hasta ahora de los bichos? Las plantas (en origen, algas marinas) se arrastraron hasta tierra firme hace unos 470 millones de años. El grupo de las plantas con flor apareció hace 135, en el Cretácico. Pues en los albores de esta era (la de los dinosaurios), las plantas comenzaron a utilizar a los insectos para superar barreras espaciales. He aquí otro fenómeno mayestático de mayo: la zoofilia de las plantas.
Ahora, en Guecho, sin tos, veo que los abejorros planean sobre un verde que ya no es cretácico. Compruebo que la máquina cortacésped del ayuntamiento ha rasurado las briznas. Al parecer, este perfume embriagador que disfruto en mi pueblo vizcaíno expresa una mutilación. El aroma sería algo así como un chillido olfativo de las plantas. También esta sinestesia macabra forma parte del mundo de los parques y jardines en la hora magnífica de las rosas, hora del estornudo y de los caprichos del amor y del sueño, hora en que Jean-Jacques se nos presenta, pese a Delgado-Gal, aleccionador, sin crimen.
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