una raya en el agua
Cobayas eléctricas
El Gobierno intenta que la espuma de los días borre la sospecha de haber usado a los españoles como conejos de Indias
Palanganeros
Fueros y desafueros
Un mes se ha cumplido del Gran Apagón sin que el Gobierno, que aquel lunes estaba dedicado a reprochar a Israel la bárbara masacre de Gaza, se haya dignado aún a ofrecer una explicación de sus causas. Incluso es probable que nunca vaya a ... darla, al menos hasta que la avería quede lo bastante lejos para que la opinión pública la dé por amortizada o la olvide entre los mil y un escándalos que afloran a diario de las cloacas. Lo que sí ha hecho nuestra providencial dirigencia es blasonar de la rápida recuperación del fluido –gracias al socorro francés y marroquí y a las centrales nucleares y de ciclo combinado que antes habían sido desconectadas– y atribuirse el civismo de la respuesta ciudadana, que acaso habría sido menos plausible y paciente ante una emergencia más prolongada.
Alejada la hipótesis del sabotaje, a la luz de los datos que se van conociendo crece entre los expertos el consenso sobre la posibilidad cada vez más verosímil de que el fallo se debiera a una suerte de experimento. Es decir, de que el Ejecutivo hubiera instado u ordenado al operador Redeia a incrementar progresivamente el porcentaje de energías renovables en el mix eléctrico para cumplir mucho antes el objetivo del 80 por ciento previsto para 2030 y presentarse así como pionero de la transición verde en el espacio comunitario europeo. En otras palabras, que existen visos verosímiles de que el colapso energético fuese la consecuencia de un intento gubernamental de apuntarse un récord.
De momento, la bien pagada responsable de la gestión del sistema sigue al frente de la empresa, dilatando la investigación para ganar tiempo hasta que se haga inevitable la entrega de su cabeza como víctima propiciatoria de una decisión que quizás excediera sus competencias (en el doble significado de atribuciones y de destrezas técnicas). Fugado ayer Sánchez a Bruselas para eludir cualquier pregunta en el Congreso sobre ciertas espinosas fontanerías palanganeras, le tocó a la vicepresidenta Aagesen rendir cuentas y lo hizo a la muy sanchista manera de quitarse de encima el problema entre quejas del juego sucio de la derecha. Patada a seguir y sálvese el que pueda.
A estas alturas los cerebros de la Moncloa ya han comprendido que el asunto tiene mala pinta para servir de materia propagandística. Ante la inviabilidad de encontrar culpables entre los sospechosos habituales –las compañías privadas, la oposición, la prensa conspirativa– y de atribuir el caos a una maquinación antiprogresista, sólo les queda la esperanza de dar largas y rezar –o tomar medidas– para que el estropicio no se repita y la gente acabe por asumirlo como una efímera e inevitable desdicha. Confiar en que la opacidad informativa y la propia espuma de los días borren la verosímil sospecha de que los españoles sirvieron como conejillos de Indias, cobayas humanas de un ensayo ideológico a escala masiva.
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