la huella sonora
Antes uvas que cubas
No hay forma de mirar hacia la Ribera del Duero sin tropezar con el nombre de Luis Sanz, un buen hombre que creía en los valores y las personas

Hasta los años 90, la Ribera del Duero era una zona deprimida y olvidada, un paisaje pobre en el corazón de Castilla, con más historia que personas y más personas que vino. Para más tristeza, el poco vino que había era de escasa calidad. Había ... algo de decadencia en aquellos pueblos llenos de polvo donde el abandono de los siglos y la droga de los ochenta dejaron cicatrices de las de espejo. Las viñas se arrancaban para plantar cosas más productivas, como, por ejemplo, nada. Si desde entonces se ha ido convirtiendo en un éxito, en una especie de Toscana vaccea y en una denominación de origen importante con bodegas extraordinarias, reconocimiento internacional y cierta mitología no se debe a la suerte ni al azar sino al trabajo del hombre, de muchos hombres, pero de hombres solamente, con sus malas tardes, sus bocas secas y sus nucas rojas de tanto soportar el viento de noviembre y el sol de julio. Uno de ellos fue Luis Sanz, 'alma mater' de 'Dehesa de los Canónigos', un buen hombre, un buen padre y un hombre sabio que la semana pasada nos decía adiós para siempre.
No hay forma de mirar hacia la Ribera del Duero sin tropezar con el nombre de Luis. Te lo encuentras en la nobleza de sus cepas, en la templanza de sus vinos, en la mirada buena de sus hijos y en la aridez templada de nuestros recuerdos. También en ese silencio mineral con el que la tierra habla cuando se prepara para recibir a quien antes la cuidó a ella. Hay algo de justicia divina en cuidar tu lecho de muerte para que, llegado el momento, te reciba con forma de cuna. Luis era de los que sembraban sin ruido y recogían sin cuentas. De los que apostaron por Castilla cuando Castilla era un solar por imaginar, de los que creían que había que quedarse a pelear desde el campo, desde la raíz, desde la cepa. Fundó una bodega, sí. Pero lo que cultivó fue algo más alto: una forma de estar en el mundo. La Dehesa de los Canónigos fue su casa, su sueño y su altar. También su legado y el único tipo de nacionalismo en el que creo cuando, en cualquier parte del mundo, lo veo en la carta y lo pido como quien conquista un continente en el nombre de Castilla.
Yo lo conocí gracias a su hijo Iván, amigo bueno, padre bueno, hijo bueno. Me bastaron un par de conversaciones para entender que el vino era solo el pretexto. Lo que de verdad le importaba era el tiempo: el que se necesita para escuchar a las viñas, para criar un vino, para criar una familia. Luis creía en el trabajo lento, en la fe sin aspavientos, en la hospitalidad antigua de los hombres que saben abrir su casa porque no temen ser juzgados. Su lema, por todos conocido, era «antes uvas que cubas». Quería decir que lo primero es la materia prima y que el resto, siendo importante, es secundario; que la guerra que hay que librar es la del terreno y no la del roble francés. Con el tiempo comprendí que aquello era mucho más profundo. «Antes que uvas que cubas» implica «antes las personas que las cosas, antes los valores que los intereses, antes las causas que los efectos». Supo trasladar eso a su bodega, pero también a sus hijos, a sus nietos y a todos los que quisieron escucharle.
Luis se ha ido. Y es complicado mirar hacia la Dehesa sin sentir que falta algo esencial. No en el paisaje, sino en la respiración de quienes lo quieren. Ha muerto como vivió: con la tierra cerca, con la familia alrededor y con el alma en paz. Pero eso no impide el temblor. Porque cuando se va un hombre bueno, aunque lo hayamos tenido muchos años, la vida se nos encoge. Pero en cada vendimia y en cada brindis de los que siguen, habrá algo suyo, un recuerdo, una lección, un gesto amable. El cielo tiene sol de septiembre y olor a mosto. Y Luis sigue paseando por la Dehesa de la mano de Mari Luz y de sus hijos, mientras la luz cae sobre las viñas como una oración que seguiremos rezando cada vez que, en cualquier lugar del mundo, dos amigos levantemos la copa sabiendo que, en realidad, lo que levantamos no es un vino sino una manera de estar en el mundo. Descanse en paz, Luis Sanz.
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