tiempo recobrado
Una resistencia indigna
El Gobierno prefiere poner bajo sospecha a los jueces mientras arrecian las sospechas de corrupción y emergen los sumideros del Estado
Grandes y pequeños problemas
Amigo/enemigo
Uno de los mayores errores de la Constitución de 1978 fue atribuir al Gobierno el nombramiento del fiscal general del Estado. El artículo 124 dice expresamente que debe promover la acción de la Justicia y defender los derechos de los ciudadanos, siempre actuando dentro ... de «la legalidad y la imparcialidad». Estas dos palabras son muy importantes. Revelan que el legislador pretendía que el trabajo del fiscal general no estuviera supeditado a los intereses del Gobierno.
Esto no ha sido así porque, con algunas excepciones, el fiscal general ha actuado como un brazo armado del Ejecutivo. Resulta evidente en el caso de Álvaro García Ortiz, al que Sánchez y los ministros han defendido como si fuera un miembro del Gabinete. Al ser preguntado en 2019 sobre la autonomía del cargo, el presidente respondió con unas palabras que hoy gravitan como una losa sobre el fiscal general: «¿De quién depende?». A lo que el periodista respondió: «Del Gobierno». «Pues eso», ratificó Sánchez.
Repasando su trayectoria, García Ortiz ha procedido más como un alto funcionario a sus órdenes que como un servidor de la Justicia. Sus repetidos alineamientos con el Gobierno le han merecido la desconfianza de buena parte de los fiscales, que, aunque obligados a acatar su criterio, se han manifestado en contra de sus decisiones.
Ahora un juez del Supremo le acusa de haber revelado secretos a instancias del Gobierno, lo que provoca una situación insólita. Era impensable que la persona que debe promover la Justicia pudiera sentarse en el banquillo, algo hoy inevitable.
El fiscal general invocó ayer su presunción de inocencia, a la que tiene pleno derecho. He seguido el caso con el máximo interés y no he logrado formar criterio sobre si es culpable del delito que se le acusa. No será fácil probarlo. Pero lo que no resulta de recibo es su permanencia en el cargo tras ser acusado. García Ortiz tenía que haber dimitido ayer mismo.
Es imposible ejercer la dirección de la política fiscal en una posición de imputado. Y todavía resulta más incoherente que el fiscal que ejerza en el juicio oral se vería obligado a seguir las instrucciones del propio acusado. Sencillamente, surrealista.
Cualquier alto cargo, ministro, consejero o magistrado de un tribunal no puede seguir ejerciendo mientras se enfrenta a una causa judicial. Es una cuestión de sentido común y de decencia. Aferrarse al puesto causa un daño irreparable a la institución que representa.
Esto es el abecé de una democracia parlamentaria. En otros países de nuestro entorno la continuidad de un fiscal general procesado sería imposible. Pero aquí el Gobierno prefiere poner bajo sospecha a los jueces mientras arrecian los indicios de corrupción y emergen los sumideros del Estado. Triste y lamentable haber llegado a esta degradación.
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